El humilde siervo de Dios encontró los medios para declinar esa dignidad, recomendando a San Teodoro como el más capaz, pero se negó a compartir la parte laboriosa del ministerio. Por lo tanto, el Papa le pidió que fuera el compañero, asistente y consejero del arzobispo apostólico, cargo que Adrián asumió de buen grado.


Viajando por Francia con San Teodoro, fue detenido por Ebroin, el celoso alcalde del palacio, que temía que el emperador de Oriente hubiera dado a estas dos personas, que eran sus súbditos natos, alguna comisión a favor de sus pretensiones a los reinos occidentales. Adriano permaneció largo tiempo en Francia, en Meaux y en otros lugares, antes de que se le permitiera proseguir su viaje. San Teodoro lo estableció como abad del monasterio de SS.

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Pedro y Pablo, después llamado de San Austin, cerca de Canterbury, donde enseñó las lenguas cultas y las ciencias. Había ilustrado esta isla con su doctrina celestial y el brillante ejemplo de sus virtudes durante treinta y nueve años, cuando partió hacia Nuestro Señor el 9 de enero del año 710. Su tumba era famosa por sus milagros, como nos asegura Joscelin el Monje, citado por Guillermo de Malmesbury y Capgrave, y su nombre figura en los calendarios ingleses.